CHILE
Escribe Leonardo Fontecilla
Juan hoy se ha levantado tarde, más tarde que nunca, ya que se quedó hasta pasado la medianoche leyendo, releyendo y contemplando las primeras cartas recibidas desde Chile. Por suerte no tenía muchos deberes para ese día, así que pudo seguir vibrando con el viaje de Ema durante lo que quedaba de mañana. Ya había pasado un mes desde que se despidieron y Juan esperaba con ansias que llegara alguno de esos extraños paquetes enviados desde tierras lejanas.
Dentro del sobre había recortes de revistas y guías, mapas, fotos, tickets de tren y textos escritos por Ema en distintas fechas de su viaje. Juan nunca esperó recibir algo así, tan desordenado y fascinante a la vez, era como un puzzle de historias. Hasta el sobre tenía dibujos y pedazos de papel pegados
Lejos de ahí, en el sur de Chile, Ema seguía recorriendo los rincones más escondidos, explorando una hermosa zona poblada de añosos árboles, volcanes, ríos y lagos. Ema conoció lugares de exuberante naturaleza, avanzando lentamente, haciendo pequeñas paradas hasta que llegó a Cochamó, un pequeño pueblo ubicado a orillas del estuario del Reloncaví, provincia de Llanquihue. La mañana que Ema llegó, llovía intermitentemente, el aire olía a leña y tierra mojada, todo el pueblo se podía observar desde la parte más alta hasta el mar, que desde lo alto parecía un tranquilo lago. El cielo se abría entre las montañas y se poblaba de aves de gran tamaño, bandurrias, jotes, queltehues, todo un mapa de rutas aéreas. Bajó del bus, tomó su mochila y se puso a caminar bajando por calle Catedral observando con atención y buscando un lugar para comer. Las casas coloridas y escamadas con muros de tejuela despedían fumarolas que hablaban de toda una vida familiar interna construida alrededor de la cocina. Los antejardines, llenos de flores, gatos dormilones, y uno que otro perro de patas embarradas, describían un mundo diferente, lleno de magia.
En este pequeño y extraño pueblo inclinado hacia el mar, le llamó la atención una casa desteñida que tenía un letrero que decía “empanadas”, entonces Ema recordó que su estómago estaba vacío desde muy temprano y tocó la puerta. Tardó en abrir un señor bajito, de aspecto severo, cejas juntas y ojos grandes color de onyx verde:
—¡Ramón Jacinto Barrientos Huenchucheo, a sus órdenes! — fue el extraño saludo de este caballero — pero me dicen “Moncho”.
—Hola, me llamo Ema, ¿tiene empanadas?
—No, no tengo empanadas preparadas, ¿de dónde viene? Pase, tengo cazuela de pava. Hay bilz o agüita sola, también, si quiere, chicha de manzana.
Ema no se pudo resistir a una cazuela de pava caliente esa húmeda mañana y entró en la casa. Moncho la hizo pasar directo al lugar en que estaba la cocina a leña, donde la ropa del lavado se secaba al calor del fuego. Entonces entró una señora de la misma estatura que Moncho y saludó a Ema con una sonrisa:
—¡Buenos días, mijita! ¿Va a almorzar? — Preguntó la señora
—Ella es Marta, mi esposa— dijo Moncho presentándola con un fuerte abrazo — La joven se llama Ema y viene de… ¿de dónde dijo que venía la señorita?
—Ahora vengo de Argentina, pero ya llevo unas semanas recorriendo Chile — contestó Ema.
—Y ¿qué te trae a Cochamó? — preguntó Marta con curiosidad.
—La verdad no sé, no conocía nada de este lugar, pero me atrae la gente, la naturaleza... me dijeron que más arriba, hacia la cordillera hay una zona hermosa llamada La Junta, con montañas calvas y bosques, me contaron que hay un río también.
—Un río que habla— interrumpió Marta.
—No empieces — respondió Moncho algo molesto.
—¿Cómo un río que habla? ¿El agua habla? — preguntó Ema con cierta ironía.
—No es el agua, es el río — Marta hizo una pausa mientras le servía el plato de cazuela y luego comenzó a contarle:
—El río que llega a Cochamó proviene de altas lagunas situadas en la cordillera, en su trayecto se une a otros ríos, cada uno trae su historia, sus paisajes cada uno con su propia memoria y cuando un río se junta con otro se ponen a conversar. El río no es sólo agua, es su trayectoria, su ecosistema, su ciclo y su sonido. Si fuera sólo el agua no podríamos hablar del “río”, porque siempre trae agua nueva y se va. El agua que ayer vi en el río ya está en el mar, ya no es río. Sin embargo, el río siempre está ahí y habla y canta, es un gran maestro ¡ponle atención!
Cuando Marta contaba esto Ema, recordó lo que decía Luis, el papá de Juan en Sierra Embrujada: “La naturaleza tiene cosas guardadas, pero no hablan de la misma manera que las personas”. Entonces la curiosidad de Ema creció y se hizo más intensa que el hambre que sentía:
—Señora, y ¿cómo puedo entender lo que el río dice?
—¡Ah! Si miras un río y escuchas su sonido lo interpretarás como un río ruidoso, pero si no lo ves y sólo lo escuchas, tendrás un murmullo, olvidarás el agua y te quedarás con su sonido, con su voz. Respondió Marta abriendo sus grandes ojos.
—¿Y cómo hago para no verlo? Si cierro los ojos igual sabré que el río está ahí.
—Son varias horas de caminata en subida por la ladera del río hasta llegar al refugio— prosiguió Marta—. No necesitarás cerrar los ojos, al contrario, debes tenerlos bien abiertos para saber dónde pisar correctamente. Subirás junto al río, pero no lo podrás ver, hay tanta vegetación que sólo escucharás el murmullo del agua en su descenso desde la cordillera hasta el estuario. Sólo te acompañará su sonido… y el de las aves. Marta hizo una pausa, miró el plato de Ema lleno, y terminó diciendo: — ¡Sírvase la cazuela poh! ¡Que se le enfría!
—¡Quiero conocer ese río! — concluyó Ema y se puso a comer.
De alguna forma, Ema sentía que su viaje empezaba a tener un sentido más trascendente y que los eventos comenzaban a encadenarse en una sola historia. Marta y Moncho disfrutaron compartiendo historias, describiendo el lugar mientras Ema almorzaba. El matrimonio había llegado a Cochamó hace 20 años, anteriormente vivían en Terao, un pequeño pueblo en la isla de Chiloé, desde donde traían toda su cultura y sabiduría huilliche. Al establecerse en Cochamó trabajaron en un pequeño astillero ayudando a construir barcazas y lanchones para los pescadores y transportistas que abastecían esas remotas tierras del estuario del Reloncaví. El matrimonio disfrutaba mucho contando sus historias a Ema, y ella los escuchaba como quien viajara y viviera con ellos todas sus peripecias.
Mientras la conversación proseguía dentro de esa cálida cocina llena de aromas y alegres colores, afuera el cielo comenzaba lentamente a oscurecerse con espesas nubes y un viento travieso empezó a despeinar las copas de los árboles y a cantar ráfagas con fuerza inquietante. No tardó en caer el primer aguacero cuando Ema y sus anfitriones se asomaron a la ventana para ver cómo techos y letreros bailaban al son de la ventolera y las calles inclinadas de Cochamó se transformaban en ríos.
—Señorita, parece que mañana tendrá que quedarse acá— advirtió Moncho—El camino va a estar difícil si sigue lloviendo y la parte más alta va a ser puro barro.
—Sí, mijita, quédese acá con nosotros. Tenemos una pieza para usted.
—¡Gracias amigos! Feliz de pasar la noche acá, sólo me preguntaba, ¿qué estará diciendo el río ahora que llueve tan fuerte?
—Ahora debe estar feliz recibiendo el aguacero, el río está conversando con el cielo— contestó Marta abriendo sus grandes ojos.
El día oscureció temprano por la lluvia y a las ocho de la tarde ya estaban todos bostezando. De pronto Ema sintió deseos de contar todo esto a Juan, de escribirle una carta - ¡qué ganas de haber venido con él! – pensó.
—Nos va a perdonar, señorita, pero acá nos levantamos antes que las gallinas. Así que “buenas noches los pastores”, nos vamos a dormir… — Moncho inició bruscamente la despedida.
—No se preocupen, yo estoy cansada también — dijo Ema con una sonrisa que se transformó en bostezo.
Así, rápidamente la cocina quedó a oscuras, cada uno partió a su pieza y Ema tuvo su momento de intimidad con la memoria y la imaginación. Entró en su dormitorio, que estaba en la mansarda de la casa y se acostó en la cama descalza. Abrió su mochila y empezó a sacar cuadernos, mapas y cinta adhesiva. Se tapó los pies con una gran frazada de lana y comenzó a escribir:
...El pueblo se llama Cochamó, y son unas pocas calles en pendiente hacia una entrada de mar que se llama Estuario del Reloncaví. El entorno es montañoso, lleno de viejos árboles que llenan de verde las cumbres. Mañana quería iniciar una larga caminata hacia un sector en la Cordillera de los Andes que se llama La Junta, pero el clima no me ha acompañado y tendré que esperar al menos un día. Pero no importa, el destino ha hecho que llegue a una casa con gente maravillosa, dos personas muy sabias habitan este lugar y me han contado cosas asombrosas que me han hecho pensar mucho en nuestro episodio en el bosque de tabaquillos con Luciana. ¿Cierto que fue mágico? Algo me dice que la naturaleza dialoga permanentemente con nosotros y apenas sabemos escucharla.
Seguiré escribiendo esta carta en la medida que vaya conociendo mejor este lugar y entienda mejor esta conexión que empiezo a sentir. Mañana te contaré de un río… Un río que habla!"
Las casas de Cochamó se iluminaron temprano en la mañana con intensos destellos de luz traspasando gruesos nubarrones, dibujando ocasionales arco iris en el cielo y tiñendo el bosque de sombras y brillos. Ema contemplaba el espectáculo emocionada desde su ventana. Desde pequeña adquirió el hábito de despertar apenas saliera el sol y quedarse un rato contemplando y reflexionando antes de comenzar el día. Pero dentro de la familia que la hospedaba ya era tarde, Marta y Moncho hacía dos horas que estaban despiertos trabajando, cocinando, ordenando materiales para llevar al astillero, limpiando la casa y despejando el desorden que había dejado la lluvia y el viento en la bodega.
Nuevamente los aromas, esta vez pan amasado y café, llegaron a la habitación de Ema estimulando sus ganas de bajar a encontrarse con sus nuevos amigos en la cocina. Ahí estaba Moncho sacando panes del horno:
—¡Buenos días, Ema! ¿Cómo durmió? ¿Pasó frío?
—¡Hola Moncho! nada de frío, sólo un poco en la mañana, pero acá está rico.
—Creo que hoy estás de suerte, tendrás un día maravilloso para recorrer el pueblo y sus alrededores. Ni sueñes con subir hoy a La Junta, el camino está cerrado por la lluvia de anoche. La buena noticia es que mañana subiremos contigo, nos han encargado llevar abastecimiento al refugio de los escaladores. Verduras varias y treinta empanadas. No sé cómo podremos llevarlas a pie, no me gusta subir a caballo porque se erosiona mucho el camino. ¿quieres desayunar?
—¡Yo les ayudaré a llevar las vituallas! ¡Me hará muy feliz subir con ustedes!
—¿Segura? —respondió Moncho— El camino es difícil, hay que cruzar ríos caminando, puentes colgantes, troncos y mucho, mucho barro en los pies.
—¡Segura! — afirmó Ema— y sí, me encantaría desayunar y probar este pancito recién hecho. ¡Gracias!
Salir a la calle esa mañana fue una delicia para Ema, todo estaba perfumado de lluvia y madera. El mar en el estuario se veía vivo, como un gran animal estirándose, a punto de despertar. El sol salía y se escondía tras los nubarrones sueltos, los colores cambiaban de un segundo a otro y fumarolas coquetas en cada chimenea se levantaban hacia el cielo.
La vieja iglesia de Cochamó estaba abierta, una construcción de madera al estilo chilote, con muros exteriores de tejuela escamada, una torre con ventanas y campanario. Parecía que adentro no había nadie, solo el aroma, siempre el aroma que esta vez provenía de un incienso impregnado en los muros y un par de cirios encendidos en el altar. De pronto una voz sonó desde el campanario:
—¿Busca a alguien?
—¡Hola! – respondió Ema dándose vuelta, sin saber a dónde mirar.
—¡Acá arriba! ¡hola! — saludó un hombre delgado, de unos setenta años. —Soy Edgardo, yo cuido este lugar.
—¿Usted es el cura? — preguntó Ema desconcertada
—No, soy el sacristán, sólo cuido, de vez en cuando viene un curita que vive en Puerto Varas a hacer misa.
—Hola Edgardo, soy Ema, ando conociendo el lugar, es mi segundo día aquí.
—¡Ah, Vaya! Bueno, ¡bienvenida! Esta vieja iglesia tiene casi ciento veinte años y ni un solo clavo… ¡es una joya! — aseguró Edgardo con orgullo.
—Impresionante — comentó Ema— sin clavos ¡sólo madera y tarugos! ¡qué bonita!
—Me imagino que tiene planificado subir a La Junta, ¿cierto? No vaya hoy, hágalo mañana.
—Si, sé. El camino está malo después de la lluvia. Iré mañana junto con sus vecinos, Moncho y Marta, de la casa de la esquina. Quisiera escuchar ese río del que me han hablado, ¿es cierto que habla?
—Señorita, esas cosas a mí no me gustan, ¿ríos que hablan? Yo nunca he escuchado una palabra de ese río, me da miedo, es como brujería — dijo Edgardo mientras se santiguaba.
—Pero es sólo la naturaleza, quizás es posible entender su idioma.
—A mí no me interesa saber qué me podría decir un río, prefiero escuchar estas viejas campanas, ¡aquí si hay historia! — respondió Edgardo con vehemencia—. ¿Quiere subir a verlas?
—No gracias — respondió Ema desconcertada— debo volver a la casa, ¡muchas gracias!
Ema salió de la Iglesia algo desilusionada por la conversación con el sacristán y se fue caminando a paso rápido por calle Catedral hasta la casa de Marta y Moncho. Al llegar, cruzó la puerta y se fue directo a su pieza a escribir a Juan.
Era extraña la sensación que invadía a Ema cuando escribía a Juan, cada carta era como un refugio acogedor, un mundo inventado por ella con recortes y hojas de árboles prensadas. El sólo hecho de escribirle era abrir una vía de escape hacia un diálogo lleno de confianza. En ese momento Ema agradeció tenerlo cerca, aunque lejos, y le dieron muchas ganas de verlo de nuevo. En algún momento volvería a Argentina, y llevaría un cargamento infinito de regalos, memorias y experiencias. La imagen de cada lugar en un relato.
La casa estaba fría, no había nadie para encender la cocina a leña y ella no sabía cómo funcionaba esa enorme estufa, así que fue a su pieza a escribir y se envolvió en la gran frazada de lana. Tomó su lápiz y continuó la carta:
"Hoy caminé mucho por Cochamó, llegué hasta la desembocadura del río, donde se reúne el agua de los glaciares con el agua del estuario. De verdad, es como un gran abrazo que se dan el agua dulce, de la montaña con el agua salada, que entra desde el Océano Pacífico. Imaginé que iba a ser más ruidoso, quería escuchar ese diálogo de aguas, pero casi no se escuchaba, era tan silencioso, el río se escurría en pequeños afluentes hasta llegar al mar.
Luego caminé por las partes altas del pueblo, donde están las mejores vistas de este lugar. Mi día terminó en la iglesia que está cerca del mar, una antigua construcción de madera en donde conocí a su cuidador con quien tuve una interesante conversación. A través de sus palabras me di cuenta que alguien puede sentir el llamado de la naturaleza y comprender sus gestos a través de una contemplación profunda, pero también puede sentir temor y huir de ella, hacerse el sordo con sus voces, hacerse el ciego con sus visiones. Recordé esa frase de uno de mis libros favoritos, El Principito, que dice “Lo esencial es invisible a los ojos”.
Mañana parto a La Junta, se vienen nuevas historias. Continuará…
Esa noche sí había empanadas en la casa de Marta y Ramón. La cena estuvo llena de emoción por la travesía que estaba por venir, comieron felices hablando de botánica, compartiendo una por una las especies de árbol nativo que se encontrarían en el camino, Coigües, Ñirres, Mañíos, Ulmos, Alerces, Lengas, Arrayanes y Lumas.
—¿Acá existen los Tabaquillos? —preguntó Ema intuyendo cual sería la respuesta.
—¿Tabaquillos? —preguntó Moncho—yo hace años que dejé de fumar.
—No me refiero al tabaco para fumar, es un árbol que conocí en Argentina, cerca de Córdoba, se llama Tabaquillo.
—No creo que existan en esta zona, el clima es muy diferente al de allá —contestó Marta mientras ofrecía empanadas — Cada zona tiene su propia flora y fauna, bueno, mientras no intervenga tanto el ser humano.
Ema sintió nostalgia de Juan, del paisaje de Sierra Embrujada y de su experiencia juntos en el bosque de Tabaquillos. Quería enviarle pronto su carta, pero faltaba algo, aun Ema esperaba escuchar ese misterioso río y quería compartirlo en su carta con Juan. Los ojos se le cerraban de sueño, ya habría tiempo para escribir, esa noche había que descansar.
Muy temprano en la madrugada Ema despertó escuchando ruidos en la cocina. Las luces estaban encendidas en todo el primer piso y sonó la voz de Marta diciendo —parece que Ema ya despertó—. El día había llegado, partirían antes de que el sol saliera. Ema bajó a saludar y a ponerse rápidamente manos a la obra con la carga de los alimentos.
En pocos minutos ya estaban listos para partir, todo arriba de la camioneta y aun no eran las 6:00 am. Los primeros kilómetros pudieron hacerlos en la vieja Mitsubishi de Marta, un vehículo que avanzaba como por milagro. Adentro de la cabina todo bailaba entre cáscaras de cebolla y frutas aplastadas, al menos la lluvia había servido para lavar la carrocería.
De pronto se detuvieron en un portón de madera, cuando el cielo comenzaba a iluminarse, anunciando la silueta de las montañas a donde se dirigían.
—¡Hasta aquí llegamos en el cacharro! —anunció Marta a viva voz.
Todos salieron de la camioneta y empezaron a ponerse mochilas y bolsas con las vituallas que deberían llevar para la gente del refugio en La Junta. La emoción de los primeros pasos fue tremenda. El frío de la mañana, el contacto de la tierra bajo los pies, cientos de saltamontes saltando a cada paso que daban, las siluetas sombrías de los añosos árboles y el sonido del río, ¡al fin! El Río de Cochamó.
—Puedo escuchar el río— dijo Ema con emoción— y no lo veo, ¿dónde está? ¿qué dice? ¡No siento nada!
—Tranquila… nos queda mucho camino… deja que suceda—dijo Moncho pausando entre respiraciones mientras caminaba.
De a poco los colores comenzaron a aparecer bajo la luz del sol, la naturaleza despertaba levantando un suave vapor desde la copa de los árboles. Ciervos volantes y chicharras jugaban a un costado del sendero. El canto de los chucaos hacía todo más alegre aún, a saltitos por el suelo iban acompañando a los viajeros.
Dentro de toda la belleza del paisaje, el cansancio se empezó a hacer notorio, sobre todo en Ema, que no estaba acostumbrada a subir por estas laderas, ni mucho menos con bolsas grandes de manzanas y zanahorias. Marta notó la cara roja de esfuerzo en Ema y propuso una pausa. Eligió bien el lugar para el descanso, un pequeño claro en altura, frente al río, uno de los pocos lugares en donde se podía apreciar su caudal y colorido.
Moncho ofreció ciruelas y agua, Ema tenía barras de cereal que compartió también en ese pequeño mirador.
—¡Es increíble! —dijo Ema —es como si cada árbol, cada pajarito me saludara, hasta el río que ahora se ve.
—¡Salúdalos también! Así se comienza el diálogo, son buenos modales—dijo Marta mirando el paisaje con una sonrisa, mientras daba sorbos a la botella de agua.
—¡Buenos días, señor chucao! ¡cómo le va, querido árbol! ¡y usted, señor Río, buenos días! ¿tiene algo que decirme esta mañana? —decía Ema jugando, mientras les hacía reverencias a rocas y arbustos.
Todos rieron junto con los juegos de Ema y empezaron a saludarse unos a otros, a las piedras, a las montañas, las flores y las nubes. Así siguieron mientras se levantaban para seguir caminando.
El sendero comenzó a ponerse un poco más complejo, entraron en un bosque de lengas por donde tenían que trepar sobre grandes piedras. Fue necesario soltar algunas bolsas y trabajar en equipo, pasándose los bultos en cadena. En ese momento, mientras Ema se encaramaba sobre una gran roca, sintió un sonido, como una voz indescifrable que le decía algo en medio del murmullo lejano del agua. Quedó petrificada, porque sabía que era el río, pero la había pillado de sorpresa, no estaba preparada y no entendió qué decía. Marta se dio cuenta al verle la cara que algo le sucedía. Ema mientras, miraba para todos lados esperando que el mensaje se repitiera para entenderlo.
—¿Qué pasa, Ema? —preguntó Marta—¿todo bien?
—Sí, todo bien, es que… no sé.
—Vamos, no te detengas, concéntrate, no queremos un accidente acá—replicó Marta sabiendo en el fondo lo que estaba pasando.
Ema continuó el trayecto en silencio, escuchando aquel alboroto de agua que descendía de la montaña, pero de pronto comprendió que estaba pensando en el río, lo imaginaba y eso es justamente lo que no debía hacer. Entonces prosiguió su marcha callada, pero con su mente puesta en ella misma, en el entorno, en su memoria. Sus pasos iban regulares, su pensamiento libre... hojas secas, huellas de caballo en el barro, el sol a través de las copas de los coigües y un murmullo, que de a poco se hacía voz, como la voz de un padre y una madre al mismo tiempo. Dos lágrimas cayeron de los ojos de Ema y un calor comenzó a invadirla desde adentro. Sin detener el paso, siguió escuchando emocionada y con la cara empapada en lágrimas la voz de este río que le cantaba arrullos de infancia, que le decía frases que ella ya había escuchado alguna vez, palabras que ella conocía bien…
—Fue un largo camino hoy hasta acá, pero ya llegamos—dijo Marta sentándose al lado de Ema—y… ¿cómo estás?
—Feliz, muy feliz, pero exhausta, no me puedo los pies, mis calcetines están llenos de estas semillas que se pegan como velcro, y pican.
—Si, son los “Amores Secos”, te ayudo a sacarlos—dijo Marta acercándose a sus pies—¿Y? me di cuenta que el río habló contigo hoy, que pudiste sentir lo que decía.
Mientras decía esto, los ojos de Ema se llenaban de lágrimas.
—El río me hablo, me cantó, sentí hasta como si me abrazara, como cuando me abrazaban mis papás… ¡Gracias! Gracias por traerme aquí—contestó Ema apoyando la cabeza en el hombro de Marta.
—¡increíble! —dijo Marta—este río es como si nos conociera de toda la vida, a mí me contó del sabor de la nieve y de todos los animales que vienen a visitarlo para beber agua fresca en la orilla, hasta que llega al mar.
Esa noche en el refugio había tanta alegría que se hizo una fogata de agradecimiento. El encuentro de los amigos escaladores con los visitantes fue como siempre, una celebración llena de bailes y cantos. Así, como por magia, apareció una guitarra y un acordeón para entonar cuecas y chacareras. Ema bailó y rió como una niña, descalza, junto a sus amigos, hasta que su cuerpo no pudo más. Todos se fueron a acostar temprano, abatidos por un día intenso y lleno de emoción.
La carta para Juan fue terminada a la mañana siguiente, Ema sentada al sol, frente a un río muy conversador, el río de Cochamó.